Durante años, el mantra “Automate boring, repetitive tasks” ha sido una especie de dogma en el mundo IT y la ingeniería del software. Automatiza lo aburrido. Automatiza lo repetitivo. Una frase eficaz, pegadiza, que justifica presupuestos, compra de licencias, cambios en arquitectura y reorganizaciones internas.
La premisa es sencilla: si una máquina puede hacer en segundos lo que una persona hace en horas, el ahorro está garantizado. Menos tiempo. Menos errores. Más rentabilidad.
Pero la realidad, como tantas veces en tecnología, es más compleja. Y más incómoda.
Automatizar es comprender… profundamente
Cuando una tarea la realiza una persona, muchos matices quedan implícitos: se adaptan a imprevistos, resuelven ambigüedades, saltan de contexto. Automatizar exige formalizar todo eso. Ponerlo en reglas. Identificar excepciones. Prever fallos. Diseñar salidas de emergencia.
Es decir: comprender el proceso mejor de lo que se necesita para simplemente ejecutarlo.
Por eso, automatizar no es magia. Es ingeniería. Requiere inversión, talento, tiempo. Y sobre todo, mantenimiento. Porque una vez que automatizas, no puedes simplemente soltar el volante. Todo cambio posterior en el negocio, el software o el entorno genera un efecto dominó que alguien tiene que revisar, adaptar y volver a validar.
Automatizar no elimina el trabajo, lo desplaza (y lo encarece)
El resultado es paradójico. Donde antes había tareas manuales realizadas por perfiles operativos, ahora hay pipelines supervisados por ingenieros cualificados. Los costes no desaparecen. Se trasladan. Y muchas veces aumentan, porque ahora implican puestos más técnicos, más escasos y más caros.
Sí, la automatización puede reducir el error humano. Pero introduce fragilidad sistémica: procesos que no saben salirse del guión, que fallan ante un simple caso no contemplado, y que dependen de una cadena de herramientas interconectadas que nadie entiende por completo.
¿Y si ese proceso no tuviera que existir?
La pregunta realmente transformadora no es cómo automatizar mejor. Es más radical:
¿Y si ese proceso no hiciera falta en absoluto?
Las verdaderas disrupciones no vienen de automatizar tareas existentes, sino de rediseñar el negocio para que esas tareas desaparezcan por completo. Ahí es donde se juega la diferencia entre eficiencia y reinvención.
- En vez de automatizar la entrada de datos de un formulario, ¿puedes evitar pedirlos?
- En vez de programar la reconciliación de dos sistemas, ¿puedes diseñar uno solo?
- En vez de optimizar un flujo de aprobación, ¿puedes repensar la política que lo requiere?
Automatizar acelera. Rediseñar transforma.
Conclusión: no basta con mover más rápido
En un mundo cada vez más digital, con herramientas más accesibles y procesos más complejos, la tentación de automatizar todo es comprensible. Pero también es limitada.
No basta con hacer más rápido lo que ya haces. La pregunta clave es otra: ¿estás haciendo lo correcto?
La tecnología debe ser un catalizador de cambio, no una excusa para perpetuar procesos mal diseñados. Porque si automatizas una ineficiencia, lo único que consigues es ejecutarla más deprisa.
Y eso, en última instancia, no es progreso.